Los fresones con nata habría que tomarlos a media tarde. En
un pueblo de no muchos habitantes, pero tampoco pocos. Un pueblo que pueda permitirse
el lujo de un cura viejo, ni preconciliar ni postconciliar, sino todo lo
contrario. Un cura ya en los sesenta años, corpulento y perfectamente comido,
con sotana de botones de la barbilla hasta los pies. Una sotana confortable
porque la muy astuta se cierra con cremallera, los treinta y tres botones son
de adorno.
Un sacerdote con esa clase de parroquia, esa clase de
rectoría y una sobrina rolliza, con hoyitos en las mejillas rojas y unos ojos
que se comen lo que ven. La sobrina le hace de majordona porque prefiere vivir
enese pueblo que en la perdida masía , allá en la alta Garrotxa. Sin embargo
tuvo que aprender a cocinar pero que muy bien antes de que su tío se la quedara
definitivamente.
Los fresones con nata habría que tomarlos a media tarde,
bajo ese nogal, sentado en uno de esos sillones, invitado por el párroco,
servido por la sobrina, vestido con un traje nu nuevo ni viejo, zapatos recién
lustrados y ya con algo de polvo. Hablando con pausa y discreción como el
párroco, mirando a la sobrina con su misma mirada. El cura, que conoce al
género humano, ni por una sola vez habla del santo sacramento del matrimonio,
aunque haya pensado en ello, sin embargo sin melancolía.
Debería, luego de comidos los fresones con nata, retirarse
el párroco unos minutos y quedar a solas con la sobrina. A la vuelta del tío,
la sobrina, con los ojos más brillantes y la carne más firme, recoge la mesa y
se retira. Uno se levanta y a la mirada completamente indiferente del tío
contesta con una mirada inútilmente insolente y burlona. El cura dice adiós en
el portal del huerto.
Hay que ser muy rico, riquísimo de todo para poder
concederse unos fresones con nata como ésos.
Ramon Barnils
Tele/exprés, 7 de maig de 1973
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